Inicio » Plaza de la Soledad
Cerca de la carretera que divide al pueblo en dos mitades y dos alturas, una ermita sencilla habla de historias, tradiciones, cultos y barrios. Tiene planta cuadrada, techumbre a cuatro aguas y un generoso porche a la entrada que da sombra y cobijo a tres vertientes apoyado sobre vigas de madera.
La ermita de la Soledad era el templo de los humildes, santuario sencillo en el que los ganaderos, normalmente trashumantes, y otros trabajadores de oficios relacionados acudían a oír misa en este barrio de familias más modestas económicamente. Porque si la Iglesia de la Virgen del Pino, en la plaza Mayor, se construyó gracias a la prosperidad de la villa, el gran templo pronto se convirtió en lugar de culto para las clases más adineradas, en tanto que otros más pobres darían albergue a los fieles menos pudientes. La Ermita de La Soledad, que durante las obras de la Iglesia de la Virgen del Pino hizo de iglesia principal de la villa y tuvo anexo un cementerio hasta principios del siglo XX, es el más claro ejemplo de aquella división social, como santuario del pueblo en el barrio del mismo nombre. De estilo gótico y construida alrededor del año 1560 en sillarejo con costaneras de sillar, se abre a una única nave gracias a dos puertas gemelas sobre arcada, con risca moldurada sobre pilastras cajeadas.
En su interior hay dos imágenes populares de Jesús atado a la columna y un Cristo crucificado, ambas del siglo XIX, así como una Piedad con posibilidad de cambio de vestimenta y un Cristo yacente. El retablo, de madera policromada, es de estilo barroco, y entre las columnas salomónicas de su ático podemos contemplar un Cristo crucificado de la misma época. En una urna acristalada se encuentra otro imagen yacente, esta del siglo XVIII.
Levantada en la parte baja del pueblo, la ermita se yergue en el centro de la pequeña plaza. Un humilladero, crucero dedicado al Santo Cristo de la Vera Cruz, sirve de antesala a la plaza en cuyo centro se ubica. Un enorme nido de cigüeñas vigila desde su espadaña, hoy desprovista de campanas. Frente a ella, los restos de una vieja olma perviven como memoria de un tiempo anterior a la grafiosis que se llevara estos árboles centenarios.
Cada 14 de agosto, la pequeña plaza de la Soledad asiste a la pingada del ‘segundo mayo’ (el primero será izado en la Plaza Mayor), pino de menor porte que, dice la tradición, corresponde a los solteros. Dos días después, cuando la localidad se inunde de fiesta y del color en los mantos bordados de las piñorras, las visontinas recogerán aquí su pinocho para comenzar uno de los desfiles más vistosos y concurridos de toda la geografía provincial.
Ese 16 de agosto es día grande en la Villa. Declarada Fiesta de Interés Turístico Regional, la Pinochada remonta sus orígenes a un tiempo antiguo, prieto en leyendas y voces populares. Porque no es sino un relato mágico el que registra su nacimiento: cuentan que un día, la Virgen se apareció en la copa de un pino. Los árboles no entienden de límites comarcales y, al decir de esta historia, resultó que los habitantes de ambos pueblos entraron en disputa, para dirimir a quién había de corresponder la imagen sagrada. Dicen que, de no haber sido por que las visontinas que salieron armadas de ramas de pino (pinochos), la talla, que no podía llamarse sino Virgen del Pino, se hubiera quedado en la localidad vecina.
Otras versiones sugieren reminiscencias de un tiempo de matriarcado (habida cuenta de la autoridad temporal que las mujeres ostentan ese día), tradición quizá emparentada con la de las Águedas. Por su parte, hay quienes ven en la fiesta el rastro de un culto celta al pino, en tanto que otras hipótesis apuntan memorias de la participación de los visontinos en las guerras de Flandes.
En cualquier caso, una ancestral memoria es la que subyace tras esta celebración que derrocha color a manos llenas, en un día protagonizado por las piñorras que también incluye a dos cofradías: la de Nuestra Señora del Pino, formada sólo por casados y la de San Roque, exclusivamente de solteros. Ambas se rigen por unos estatutos aprobados por Fernando VI, que establecen que todos los cofrades tienen la obligación de asistir a la procesión, misa mayor y demás funciones. Cada hermandad cuenta con su propio capitán, alférez y sargentos.
Y es así como el día 16, el pueblo entero se dirige a la Plaza de la Soledad ataviado de fiesta. Así como las visontinas recogen sus pinochos en ella, y se encaminan en comitiva hacia la plaza Mayor donde está la Iglesia. Así como son bendecidos en ella antes de la batalla. Así como se encaminan hacia ‘la lucha’ los hombres, situados en filas y agarrados el uno al otro con el sable desenvainado y la rodela (o escudo) protegiéndolos. La música sonará dando el paso de ataque y el combate será emulado con vueltas alrededor de la plaza y ocasionales escaramuzas y sablazos. La ceremonia se repetirá tres veces. Los solteros tendrán que esperar a casarse para pertenecer al bando vencedor.
Después llegará el turno a las mujeres, quienes comenzarán por realizar los mismos pasos que los hombres. Colocadas en posición de batalla, sus capitanas ondearán las banderas. Todas portan sus pinochos, los mismos que, una vez finalizada la lucha, servirán a las visontinas para saludar (con más o menos fuerza) a los hombres quienes habrán de dar las gracias ante la interpelación de estas. “De hoy en un año”.
Todo ello tiene lugar en la Plaza Mayor, bajo la mirada del mayo pingado dos días antes por los casados. El de los solteros, de menor porte, ha quedado en la Ermita de la Soledad, testigo de reuniones diferentes. En el buen tiempo, este espacio que un día viera pasar los grandes rebaños merinos de la Cañada Galiana se prolonga en hileras diferentes: es el mercado, que cada sábado estival hilvana plazoleta y calle con los toldos de los puestos. Calle abajo, el mercadillo pasa delante de una de las edificaciones más llamativas de la Villa: la Casa del Indiano.
Su torre y tejados afilados apuntan la memoria de aquellos hijos de la tierra que marcharon al otro lado del Atlántico, emigrantes que, en algunos casos, regresarían con el dinero hecho en las Américas. Los menos afortunados ‘perdieron la maleta en el mar’ (al decir de la expresión de la época), pero hubo quienes, muy bien acaudalados, volvieron para levantar o reconstruir edificios, casonas que presentan una marca constructiva notablemente distinta a la arquitectura pinariega. Toda la zona está salpicada de muestras indianas, palacetes con grandes jardines (algunos de ellos con la extrañeza de las palmeras en suelo castellano) que hablan de aquel tiempo de emigrantes y sociedades filantrópicas a cuyas donaciones se deben muchos servicios y edificios públicos de la comarca. El empedrado de las calles de la localidad, el levantado de las aceras, el juego de pelota, algún puente y el lavadero más grande, por ejemplo, se hicieron gracias a una de estas: La Visontina.
La Casa del Indiano alza sus cuatro pisos de piedra y madera sobre las filigranas de su verja de hierro forjado. Con sus numerosas ventanas, contraventas rojas, porche de galería y amplio jardín conserva, sin ninguna duda, la huella inconfundible de aquellos que, tras cruzar el charco y hacer las Américas, regresaron a la tierra que un día les vio nacer.
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