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Bajo el entramado de las vigas de madera, el lavadero principal bebe desde 1872 las aguas del río Remonicio. Lo hace entre hilos de luz y soles reflejados, cálidas luminarias sobre sus tres paredes hijas de indiano. Porque no fue sino un grupo de emigrados quien, una vez más, hiciera el regalo con el que dotar al pueblo. Hoy, la leyenda “A sus paisanas, los hijos de Vinuesa, residentes en Veracruz” cuenta de sociedades filantrópicas que enviaban su dinero a la tierra que los vio nacer.
Las dos aguas de su tejado hablan, también, de las voces que ya no lavan. Tampoco funcionan ya los batanes, ni aquellos otros importantes lavaderos a cuyo amparo se tejió la historia de lonjas, cabañas y cañadas. Se trata de la poderosa Mesta, que marcaría profundamente la economía y el devenir de una zona florecida junto a sus rebaños merinos. Porque si bien de siempre hubo pastoreo, la llegada de la dinastía borbónica impulsó las relaciones comerciales con Francia, y con ellas la demanda de lana de calidad. Era el comienzo de una actividad que convertiría la provincia y la localidad en un lugar próspero, cuya fina lana cuentan que pagaban ‘a precio de oro’.
Y fue así, porque había que transportar la lana hasta Francia o a los puertos del norte, como se desarrolló otra actividad paralela; la cual se convertiría en uno de los principales medios de vida de la comarca: la carretería. Al paso de los bueyes y las carretas robustas, de las manos de los Reyes Católicos, vio la luz la Real Cabaña de Carreteros, Trajineros, Cabañiles y sus derramas, con sede en el vecino Molinos de Duero. Basta fijarse en las grandes puertas de medio punto que salpican la zona para entender que aquellos carros que las traspasaban descansaban en muchas casas pinariegas. Otros testimonios proceden de aquel tiempo: en las fiestas actuales, cuando las mujeres vistan el tradicional traje de piñorra, podremos ver en ellas el rastro de la falda de carro… Quizá sea antes o después de comer un plato de ‘ajo carretero’.
El siglo XIX traería el declive de la Mesta y, con él el de una localidad que contó en su día con tres lavaderos, y en la que junto a Soria capital se lavaba un 90% de la lana que se comercializaba.
Cerca, el cauce del Remonicio se atraviesa de puentes y pasarelas. Entre ellos el puente Mari Pablo, junto al lavadero principal, con ojos bajos, fábrica en piedra elegante y pavimento de guijarros, con un pasamanos a base de lajas.
Río arriba, el puente de la Calvera, de construcción más moderna, ofrece una de las vistas panorámicas más hermosas de la villa. Más allá encontramos el puente Tinte, de piedra de sillería y una única arcada de medio punto. Tiene la barandilla también de piedra, con un curioso tubo de desagüe, en una sola pieza asimismo de piedra.
Otros puentes y pasarelas de madera nos llevarán de un lado a otro, en orillas húmedas y fértiles salpicadas de huertos y prados.
En ellos, donde huele a húmedo y mundo reciente, las estaciones dejan sus particulares huellas: micología, hierbas aromáticas, paisajes níveos, flores montaraces… y siempre la promesa de una tierra pródiga en caminos, naturaleza virgen y hermosura a manos llenas.
Y en medio de ellos, otro lavadero, este más pequeño, cuya techumbre a un agua y enramado de vigas fue construida en 1905, gracias esta vez a la donación de Juan Benito Mayor.
Con la colaboración de: